miércoles, 13 de junio de 2007

Casa tomada. Julio Cortazar.


Casa tomada
Julio Cortázar


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. -¿Estás seguro? Asentí. -Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente. -No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Cabecita Negra. Germán Rozenmacher.

Germán Rozenmacher; "Cabecita Negra"

A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una muier gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.- Quiero ir a casa, mamá - lloraba - . Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.Era un china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.- ¿Qué están haciendo ahí ustedes dos?, la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su hombro.- A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la via pública.El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.- Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.- Viejo baboso, dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante. - Hacéte el gil ahora.El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.- Vamos. En cana.El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.- Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? - Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.- Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos?, dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.- Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer - dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.- Señor agente - le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.- Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. - Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró - . Vivo ahí al lado - gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.- Dame café - dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que esuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.- Qué le hiciste - dijo al fin el negro.- Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... - el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.- Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:- Este no es, José. - Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

La señal en el cielo, Agatha Christie.



La Señal en el Cielo

El juez daba fin a sus recomendaciones al jurado.
-He dicho, señores, casi todo lo que tenía que decirles; ustedes resolverán si hay pruebas suficientes para dictaminar si este hombre es o no culpable del asesinato de Vivian Barnaby. Han oído las declaraciones de los sirvientes sobre la hora en que fue disparado el tiro. Todas ellas concuerdan. Tienen ustedes la prueba de la carta que escribió Vivian Barnaby al acusado, en la mañana de ese mismo día, viernes 13 de septiembre, y que la defensa ni siquiera ha tratado de negar. Han oído, también, que el acusado negó rotundamente haber estado en Deering Hill, hasta que tuvo que admitirlo ante las pruebas terminantes presentadas por la policía. Ustedes sacarán sus conclusiones de lo que sugiere esa negativa. En este caso no hay pruebas directas. A ustedes les toca resolver las cuestiones de móviles, medios y oportunidad. La defensa alega que una persona desconocida entró en la sala de música, después de haber salido el acusado, y mató a Vivian Barnaby y con la misma escopeta que, por un olvido un tanto asombroso, el acusado había dejado allí. Han oído cómo el acusado justifica haber tardado media hora en llegar a su casa. Si ustedes no aceptan la explicación del acusado y creen que el 13 de septiembre éste disparó su arma sobre Vivian Barnaby con el propósito de matarla, tienen, señores, que declararlo culpable. En cambio, si aceptan su explicación, tienen el deber de absolverlo. Ahora les ruego que se retiren y deliberen. Cuando hayan arribado a una conclusión, la formularán. Antes de treinta minutos volvió el jurado. Dio a conocer el veredicto, anticipado por la mayoría de la concurrencia: culpable.
Mr. Satterthwaite salió de los tribunales preocupado. Los meros homicidios no lo atraían. Era de temperamento demasiado exquisito para interesarse en los sórdidos pormenores de un crimen vulgar. Pero el caso Wylde era otra cosa. El joven Martin Wylde era lo que se llama un caballero, y la víctima, la joven esposa de sir George Barnaby, había sido amiga personal de Mr. Satterthwaite.
En todo ello pensaba mientras recorría el barrio de Holborn y penetraba en el laberinto de calles pobres que llevan a Soho. En una de estas calles hay un pequeño restaurante, frecuentado por una selecta minoría que incluía a Mr. Satterthwaite. No era un sitio económico, pues estaba dedicado a los gourmets más exigentes; era un lugar tranquilo -ninguna jazz-band lo vejaba-, más bien oscuro, con mozos que surgían silenciosamente de la penumbra, cargados de grandes fuentes de plata, como si participaran en un rito sagrado. El restaurante se llamaba Arlecchino. Mr. Satterthwaite, pensativo aún, entró y se dirigió a su mesa; en un rincón apartado. Sólo cuando estuvo cerca vio que la mesa estaba ocupada por un hombre moreno y alto que tenía la cara en la sombra. Los reflejos que despedía una ventana de vidrios de colores convertían su traje austero en un juego de rombos tornasolados.
Mr. Satterthwaite estaba a punto de retirarse, pero en ese momento el desconocido dejó ver su cara.
-¡Alabado sea Dios! -dijo Mr. Satterthwaite, cuyo vocabulario era un tanto arcaico-. Es Mr. Quin.
En tres oportunidades anteriores se habían encontrado, y siempre había ocurrido algo singular. Era un hombre extraño aquel Mr. Quin, con su don de mostrar todas las cosas bajo una luz distinta.
Mr. Satterthwaite sintió una íntima felicidad. Su papel en la vida era el de espectador, y lo sabía; pero bajo la influencia de Mr. Quin tenía la ilusión de ser un actor: un actor principal.
-¡Qué sorpresa más agradable! -dijo-. ¿Puedo sentarme?
-Encantado. Como usted ve, aún no he empezado a comer.
Inmediatamente surgió el maître de entre las sombras: Mr. Satterthwaite, como correspondía a un hombre de paladar exigente y delicado, se dedicó de lleno a la tarea de seleccionar el menú. Pocos minutos después, con una ligera sonrisa de aprobación en sus labios, se retiró el maître con el pedido y encomendó a un mozo el servicio.
Mr. Satterthwaite se dirigió a Mr. Quin: -Vengo de Old Bailey -dijo-. Me ha impresionado profundamente este asunto.
-Lo declararon culpable, ¿verdad? -preguntó Mr. Quin.
-Sí, el jurado sólo necesitó media hora para decidir.
Mr. Quin movió la cabeza y dijo: -Ese fallo era inevitable, dados los testimonios existentes.
-Y no obstante... -empezó a decir Mr. Satterthwaite, y se calló.
Mr. Quin terminó la frase por él.
-... y sin embargo, sus simpatías estaban del lado del acusado. ¿No es eso lo que iba a decir?
-Sí; eso es. Martin Wylde es una persona tan agradable que cuesta creer en su culpabilidad. De todos modos, es cierto que, últimamente, ha habido varios jóvenes al parecer intachables que han resultado criminales de la peor especie.
-Demasiados -murmuró Mr. Quin.
-¿Cómo dijo? -preguntó Mr. Satterthwaite con atención.
-demasiados... para mal de Martin Wylde. Desde un principio hubo una pronunciada tendencia a considerar este crimen como uno de tantos de la misma índole: el hombre que se saca de encima a una mujer para poder casarse con otra.
-Tal vez -exclamó Mr. Satterthwaite, en tono de duda-. Pero las pruebas...
-¡Ah! -contestó rápidamente Mr. Quin-. Temo no conocer íntegramente las pruebas expuestas.
La fe en sí mismo renació en Mr. Satterthwaite. Sintió que una fuerza extraña lo impulsaba a hablar. Tuvo la sensación de que iba a decir algo extraordinario..., profundo y dramático.
-Permítame que trate de hacerle ver las cosas. Yo conozco a los Barnaby, ¿comprende? Estoy enterado hasta de las circunstancias más peculiares. Lo conduciré a usted entre bastidores, para que pueda observar la representación desde adentro.
Mr. Quin se inclinó hacia adelante con una sonrisa alentadora.
-Si hay alguien que pueda revelarme eso, nadie mejor que usted, Mr. Satterthwaite -dijo.
Mr. Satterthwaite se aferró a la mesa con ambas manos. Estaba como trastornado. En aquel momento era un artista; un artista cuyo recurso eran las palabras.
En forma suave y a grandes rasgos pintó la vida en Deering Hill. Sir George Barnaby, anciano y obeso, orgulloso de su fortuna, era un hombre que vivía pendiente de los detalles más insignificantes. Era metódico, disciplinado, incapaz de olvidarse de dar cuerda a sus relojes todos los viernes por la noche. Liquidaba personalmente sus cuentas los martes por la mañana y vigilaba noche a noche que la puerta de la calle estuviera debidamente cerrada. En otras palabras, era un hombre exageradamente cuidadoso.
De sir George pasó luego a lady Barnaby; su crítica fue menos dura, pero no por eso menos firme. La había visto relativamente poco, pero su impresión había sido definida y duradera.
Era una criatura llena de vitalidad; demasiado joven para su marido. Sin experiencia de la vida, pero con ansias de vivirla.
-ella odiaba a su marido. Había llegado a casarse con él sin saber lo que hacía, y ahora....
Estaba desesperada, según siguió explicando, desorientada. No contaba con ninguna clase de recursos propios y dependía exclusivamente de su anciano marido. Sin embargo, parecía no darse cuenta de lo que esto significaba para ella. Era hermosa, aunque su belleza era más una promesa que realidad. También era ambiciosa. A su ansia de vivir unía una gran ambición; un deseo vehemente de tener más de lo que tenía.
-Nunca llegué a conocer a Mr. Wylde -continuó Mr. Satterthwaite- más que por referencias. Se dedicaba de lleno a las tareas de su granja, situada a poco más de un kilómetro de Deering Hill. Y Vivian Barnaby se interesó vivamente por la agricultura o, por lo menos, hizo creer que se interesaba. Mi opinión es que no fue más que un pretexto. La realidad es que vio en él una válvula de escape. Y se aferró a él con la misma fuerza con que un niño se aferra a un juguete. Claro que esto sólo podía llevar a un fin... Sabemos lo que ocurrió, porque las cartas fueron leídas en el tribunal. Mr. Wylde había guardado las cartas de Vivian, pero ésta no había hecho lo mismo con las de él; sin embargo, del texto de las cartas leídas parece desprenderse que Wylde iba perdiendo interés por ella. El mismo lo admitió. Estaba de por medio la otra chica, que también vive en el pueblo de Deering Vale. Su padre es el médico del lugar. Usted lo habrá visto en el juzgado, ¿verdad? ¡Ah!, no; ahora recuerdo que usted no estuvo, según me dijo. Se la describiré. Es una chica rubia, muy rubia, de apariencia dulce, quizás un poquito tonta; muy reposada y leal. Sobre todo muy leal.
Miró a Mr. Quin como requiriendo su aprobación, y éste se la otorgó en forma de amable sonrisa. Mr. Satterthwaite continuó: -Usted oyó la lectura de la última carta... Perdón... Quiero decir que la habrá leído en los diarios, supongo. Me refiero a la que fue escrita el viernes 13 de septiembre por la mañana. Contenía una serie de desesperados reproches y amenazas, y terminaba rogándole a Martin Wylde que fuera a Deering Hill esa misma tarde a las seis. "Dejaré la puerta abierta para ti, para que nadie se entere de que estuviste aquí. Te esperaré en la sala de música." La carta fue llevada personalmente.
Mr. Satterthwaite hizo una breve pausa y luego prosiguió: -Cuando Martin Wylde fue arrestado, negó rotundamente haber estado en la casa esa noche. Declaró que había tomado su escopeta y había ido a los bosques a cazar. Pero en cuanto la policía presentó sus pruebas, esa declaración no le sirvió de nada. En efecto, sus huellas digitales fueron halladas en la puerta lateral y en uno de los dos vasos de whisky que había en la sala de música. Sólo entonces admitió que, efectivamente, había estado a visitar a lady Barnaby, y que la entrevista había sido sumamente violenta, aunque pudo lograr, finalmente, que ella se serenara.
Juró que había dejado la escopeta afuera, apoyada contra la pared exterior de la casa, y que cuando se separó de Vivian, uno o dos minutos después de las seis y cuarto, ella estaba viva y perfectamente bien. De allí se encaminó directamente a su casa. Sin embargo, de las declaraciones recogidas se desprende que no llegó a su residencia hasta las siete menos cuarto. Y esto es raro, por cuanto, como ya he mencionado, vive escasamente a una milla de distancia. No puede tomarle media hora cubrir ese trecho. Dice que se olvidó por completo de la escopeta. No parece muy probable que haya sido así, y sin embargo...
-¿Y sin embargo? -inquirió Mr. Quin.
-Pues -contestó lentamente su interlocutor-, tampoco es imposible. El fiscal, naturalmente, ridiculizó esa suposición, pero creo que estaba equivocado. He conocido a muchos jóvenes y sé que escenas como ésas los alteran sobremanera, especialmente a aquellos de tipo nervioso, como Martin Wylde. Las mujeres pueden participar en una escena como ésa y sentirse más aliviadas después; les sirve de válvula de escape, les calma los nervios y quedan más tranquilas y descongestionadas. Pero, en cambio, creo poder imaginarme a Martin Wylde saliendo de esa casa con la cabeza hecha un torbellino, fastidiado y desdichado, sin acordarse siquiera de la escopeta que había dejado apoyada contra la pared exterior.
Se calló durante unos minutos y luego continuó: -No es que tenga mayor importancia, pues, desgraciadamente, la segunda parte es bien clara. Eran exactamente las seis y veinte cuando se oyó la detonación. Todos los sirvientes la oyeron; la cocinera, su ayudante, el mayordomo, la sirviente de comedor y la doncella de lady Barnaby. Todos corrieron hacia la sala de música. Allí la encontraron, tirada sobre uno de los dos sillones. El arma había sido disparada a quemarropa, con el fin de no errar el blanco. Dos balas, por lo menos, le perforaron la cabeza.
Hizo una ligera pausa, que aprovechó Mr. Quin para preguntar: -Supongo que los sirvientes habrán prestado declaración de todo eso...
Mr. Satterthwaite asintió.
-Sí, el mayordomo llegó al lugar dos o tres segundos antes que los demás, pero las declaraciones de todos ellos coinciden punto por punto.
-¿Así que declararon todos? -insistió Mr. Quin pensativamente-. ¿No hubo excepciones?
-¡Hum...! Ahora recuerdo; la sirviente de comedor sólo fue citada para la indagación judicial. Creo que después se fue a Canadá.
-Entiendo... -contestó Mr. Quin.
Hubo un momento de silencio, y la atmósfera del pequeño restaurante pareció cargarse de incertidumbre. Mr. Satterthwaite se sintió de repente como actuando a la defensiva.
-¿Acaso hizo mal en irse? -preguntó precipitadamente.
-¿Y por qué se ha ido? -contestó Mr. Quin con un leve fruncimiento de cejas.
Estas palabras preocuparon un tanto a Mr. Satterthwaite. Quería abandonar ese tema; volver al terreno que dominaba.
-No puede haber dudas sobre quién disparó el tiro. Parece que los sirvientes perdieron la cabeza en aquellos momentos. No había nadie en la casa que supiera lo que había que hacer, y así transcurrieron varios minutos antes de que a alguno se le ocurriera llamar a la policía, y cuando quisieron hacerlo descubrieron que el teléfono estaba estropeado.
-¡Ah! -exclamó Mr. Quin-. El teléfono estaba estropeado...
-Sí -contestó Mr. Satterthwaite, y por un momento pensó que había dicho algo de suma importancia-. Pudo haber sido hecho adrede, pero no veo la necesidad. La muerte fue instantánea.
Mr. Quin no dijo nada y Mr. Satterthwaite comprendió que su explicación no era muy satisfactoria.
-el joven Wylde era el único de quien se podía sospechar -continuó luego-. Según su propio relato, salió de la casa sólo dos o tres minutos antes de que se oyera el disparo. ¿Y quién otro pudo haber sido? Sir George estaba jugando al bridge en casa de unos amigos, a escasa distancia de la suya. Salió de allí apenas pasadas las seis y media, y en la misma puerta se topó con una sirvienta que le llevaba la noticia. El último rubber de la partida terminó exactamente a las seis y media; sobre eso no hay ninguna duda. Después tenemos al secretario de sir George, Henry Thompson. Estaba en Londres ese día, y a la hora en que ocurrió el asesinato asistía a una conferencia comercial. Por último, está Sylvia Dale que, al fin y al cabo, tenía un buen motivo, aunque resulta imposible suponer que pueda estar ligada en forma alguna con el crimen. Fue a la estación de Deering Vale a despedir a una amiga que partía en el tren de las 6.28. Eso la exime por completo. Respecto de los sirvientes, ¿qué motivo podrían haber tenido? Además, todos ellos llegaron al lugar del hecho simultáneamente. No; tiene que haber sido Martin Wylde.
Pero su voz no era del todo convincente.
Continuaron con el almuerzo. Mr. Quin no estaba ese día con muchos deseos de conversar, y Mr. Satterthwaite había dicho cuanto tenía que decir. Pero el silencio no era total. Estaba impregnado del resentimiento de Mr. Satterthwaite, nervioso y fastidiado por la indiferente actitud de su interlocutor.
De repente, Mr. Satterthwaite bajó bruscamente sus cubiertos y exclamó: -Supongamos que ese joven sea inocente... ¡Lo van a colgar!
Dijo esto con voz exaltada y con grandes muestras de inquietud. No obstante, Mr. Quin no articuló palabra.
-No es como si... -continuó Mr. Satterthwaite, pero se interrumpió-. ¿Por qué no había de ir a Canadá esa mujer? -preguntó.
Mr. Quin agitó la cabeza.
-Ni siquiera sé a qué punto de Canadá fue -agregó Mr. Satterthwaite.
-¿Podría averiguarlo? -sugirió el otro.
-Me imagino que sí. El sirviente podría saberlo. O quizá Thompson, el secretario.
volvió a hacer una pausa. Cuando reanudó la conversación, su voz parecía suplicante.
-No es que haya en todo esto algo que me importe...
-¿Acaso el hecho de que van a colgar a un hombre dentro de tres semanas?
-Bueno, sí, por supuesto. Ya veo lo que insinúa. Es la vida o la muerte. Y, además, está esa pobre chica. No es que yo sea duro de corazón... Pero, ¿qué puedo hacer? ¿No es un poco fantástico todo esto? Aun suponiendo que yo pudiera localizar a esa mujer en Canadá, ¿de qué serviría? Como no fuese yo mismo hasta allá...
Mr. Satterthwaite parecía seriamente disgustado.
-Yo pensaba ir a la Riviera la semana entrante -dijo lastimosamente.
Y la mirada que fijó en Mr. Quin decía con claridad meridiana: "Déjeme en paz, ¿quiere?" -¿Ha estado usted alguna vez en Canadá? -preguntó Mr. Quin.
-Nunca.
-Es un país muy interesante.
Mr. Satterthwaite lo miró con cierto aire de duda.
-¿Cree usted que yo debería ir?
Mr. Quin se echó hacia atrás y prendió un cigarrillo. Luego continuó, entre bocanadas de humo: -Usted, según entiendo, es hombre de fortuna. No millonario, precisamente, pero sí un hombre que puede darse un gusto sin reparar en los gastos. Usted se ha dedicado a observar y analizar los dramas de otras gentes. ¿Nunca se le ha ocurrido la idea de encarnar un papel en una de esas escenas? ¿Nunca se ha visto, por espacio de un minuto, como el árbitro de los destinos de los demás, en medio del escenario, teniendo en sus manos la vida y la muerte?
Mr. Satterthwaite se inclinó hacia adelante y dijo con su vehemencia proverbial: -¿Quiere usted decir que yo podría ir a Canadá tras esa mujer...?
Mr. Quin sonrió.
-¡Ah! Fue usted el que sugirió la idea de ir al Canadá, no yo -dijo en tono ligero.
-Usted es lo suficientemente hábil como para manejar a los demás a su antojo -dijo Mr. Satterthwaite-. Cada vez que me he encontrado con usted...
Pero al llegar aquí se interrumpió.
-¿Qué?
-Hay algo en usted que no comprendo. Quizá nunca llegue a comprenderlo. La última vez que estuvimos juntos...
-La víspera de San Juan.
Mr. Satterthwaite se estremeció como si esas palabras encerraran un misterio que no alcanzaba a comprender.
-¿Fue por San Juan? -preguntó turbadamente.
-Así es. Pero no hagamos hincapié en ese detalle. No tiene mayor importancia, ¿verdad?
-Si usted lo juzga así -contestó cortésmente Mr. Satterthwaite. Se dio cuenta de que aquella misteriosa clave se le escurría entre los dedos-. Cuando regrese de Canadá me será muy grato volver a verlo -terminó diciendo en tono confundido.
-Temo que por el momento no pueda darle a usted una dirección fija -contestó Mr. Quin, disculpándose-. Pero, de todos modos, vengo aquí muy a menudo. Si usted también viene, no será difícil que nos encontremos.
Se separaron cordialmente.
Mr. Satterthwaite estaba muy agitado. Se dirigió a la agencia Cook y pidió informes sobre la salida de vapores. Luego llamó a Deering Hill. La voz de un criado, suave y deferente, atendió el aparato.
-Mi nombre es Satterthwaite. le habló de parte de... de una firma de abogados. Tendría interés en obtener algunos informes acerca de una joven que trabajó últimamente de sirvienta en esa casa.
-¿Se refiere usted a Louise, señor? ¿Louise Bullard?
-Esa misma -contestó Mr. Satterthwaite, encantado de haberse enterado del nombres sin preguntar.
-Lamento comunicarle que ya no está en el país; se fue a Canadá hace seis meses.
-¿Puede usted facilitarme su dirección actual?
El criado no la sabía con exactitud. Sólo estaba enterado de que era un lugar en las montañas, un nombre escocés... ¡Ah! Banff; eso era. Las otras criadas de la casa habían esperado recibir noticias de Louise, pero hasta la fecha no había escrito ni enviado su dirección.
Mr. Satterthwaite agradeció la información y cortó. Se sintió poseído del ansia de aventuras. Su espíritu intrépido lo impulsaba a hacer algo importante. Iría a Banff, y si Louise Bullard estaba allí, la buscaría hasta encontrarla.
Contrariamente a lo que suponía, gozó bastante durante la travesía. Hacía mucho tiempo que no realizaba un viaje tan largo por mar. La Riviera, Le Touquet, Deauville y Escocia constituían su acostumbrada gira. La sensación de que estaba embarcado en una misión tan delicada aumentaba su regocijo.
¿Qué pensarían de él sus compañeros de a bordo si conocieran el motivo de su travesía? Pero, claro..., ellos no conocían a Mr. Quin.
En Banff le fue fácil dar con su objetivo. Louise Bullard estaba empleada en el mejor hotel de la localidad. Doce horas después de su arribo, consiguió entrevistarse con ella.
Era una mujer de unos treinta y cinco años, de apariencia anémica, aunque de sólida contextura. Tenía cabello castaño claro levemente ondulado y un par de ojos pardos de mirada honesta. La primera impresión de Satterthwaite fue que estaba tratando con una persona algo tonta, pero digna de la más absoluta confianza.
Ella aceptó sin rodeos su afirmación de que le habían encargado que consiguiera mayores informes con respecto a la tragedia de Deering Hill.
-Vi en los diarios que Mr. Martin Wylde había sido condenado. Realmente, es muy triste.
No obstante, demostró no tener ninguna duda acerca de la culpabilidad del acusado.
-Un verdadero caballero que fue por mal camino. Aunque no me gusta hablar mal de los muertos, debo decir que fue la señora la que lo condujo a eso. No podía dejarlo en paz; no podía. Pero, en fin, ya han recibido ambos su castigo. Me acuerdo de un proverbio que cuando chica tenía colgado sobre mi cama, que decía: "A Dios no se lo puede burlar". Y eso, es una gran verdad. Yo tenía el presentimiento de que algo iba a ocurrir esa noche, y no me equivoqué.
-¿Cómo es eso? -preguntó Mr. Satterthwaite.
-Yo estaba en mi cuarto, cambiándome de ropa, señor, y se me ocurrió mirar por la ventana. Pasaba un tren en ese momento, y el humo rosado que despedía adquiría en el aire, créame señor, la forma de una mano gigantesca. Una enorme mano blanca en contraste con el carmesí del cielo. Los dedos estaban crispados como si quisieran apoderarse de algo. Le aseguro que tuve un sobresalto. Me dije a mí misma: ¿Sabes?, eso es el augurio de que algo va a ocurrir, y en ese mismo instante se oyó el tiro. Ya ocurrió, me dije, y corrí escaleras abajo a reunirme con Cata y los demás que ya estaban en el hall, y apresuradamente nos dirigimos al salón de música. Allí estaba la señora, con la cabeza atravesada por un balazo. Y la sangre.... ¡Era espantoso! ¡Horrible! Yo reaccioné enseguida y fui a enterar a sir George de lo que había pasado; le hablé también de la mano blanca en el cielo, pero no le dio mucha importancia a esta parte de mi relato. Un día funesto, ya lo había presentido con todo mi ser desde la mañana temprano. ¡Viernes 13! ¿Qué otra cosa cabía esperar?
Siguió hablando. Mr. Satterthwaite la escuchaba pacientemente. Una y otra vez la hacía volver a la escena del crimen con preguntas precisas. Al final, no obstante, debió aceptar su derrota. Louise Bullard había relatado todo cuanto sabía, y su historia era tan simple como sincera.
Sin embargo, Satterthwaite alcanzó a descubrir un hecho de importancia. El puesto que Louise tenía ahora le había sido sugerido por Mr. Thompson, el secretario de sir George. El sueldo que le asignaban era tan ventajoso que la tentó, y aceptó el puesto pese a que le significaba abandonar Inglaterra precipitadamente. Un tal Mr. Denman se encargó de hacer todos los arreglos de su viaje y le había aconsejado que no escribiera a sus compañeros de Deering Hill, ya que esto podía acarrearle serias dificultades con las autoridades de inmigración, argumento que ella había aceptado con absoluta fe.
El monto de su salario, mencionado por ella accidentalmente, había asombrado sobremanera a Mr. Satterthwaite. Tras un momento de vacilación, optó por entrevistar a Mr. Denman.
Afortunadamente, encontró poca resistencia en conseguir que esta persona le refiriera todo lo que sabía. Conoció a Thompson en un viaje que había hecho a Londres y le quedó obligado por un gran servicio. Después el secretario de sir George le había escrito una carta, en septiembre, diciéndole que, por razones especiales, sir George tenía interés en sacar a aquella muchacha de Inglaterra y, en consecuencia, le preguntaba si habría alguna forma de conseguirle un puesto. Al mismo tiempo, le fue enviada una suma de dinero destinada a elevar el sueldo a una cantidad muy importante.
-Un caso de apuro muy usual -exclamó Mr. Denman, recostándose en su sillón-. Parece una chica muy callada.
Mr. Satterthwaite no estaba de acuerdo en que aquél fuera un caso de apuro usual. Louise Bullard, estaba seguro de ello, no había sido un capricho pasajero de sir George Barnaby. Por alguna otra razón, y muy poderosa, por cierto, había sido necesario que ella saliera de Inglaterra. Pero, ¿por qué? ¿Qué había en el fondo de todo eso? ¿Habría sido todo instigado por el propio sir George, valiéndose de su secretario? ¿O sería este último, por propia iniciativa, que invocaba el nombre de su patrón?
Con todas estas ideas en la cabeza, Satterthwaite emprendió el regreso. se sentía desanimado y casi desesperado. El viaje no le había reportado ningún beneficio.
Con la sensación de fracaso, al día siguiente de su llegada se dirigió al restaurante Arlecchino. No esperaba tener suerte en su primera tentativa, pero con íntima satisfacción pudo distinguir la figura familiar de Mr. Harley Quin, sentado a la misma mesa, en la penumbra, en cuya cara morena asomaba una expresiva sonrisa de bienvenida.
-Pues bien... -dijo Mr. Satterthwaite, mientras tomaba una tostada con mantequilla-. ¡Linda cacería la que me encomendó usted!
Mr. Quin levantó las cejas.
-¿Qué yo le encomendé? -objetó-. Fue idea suya enteramente.
-Bueno, sea de quien haya sido la idea, no prosperó. Louise Bullard no tiene nada que decir de importancia.
A continuación, Mr. Satterthwaite relató los detalles de su conversación con la sirvienta y luego refirió su entrevista con Mr. Denman. Mr. Quin escuchó en silencio.
-En cierto modo, mi viaje se justificó -continuó Mr. Satterthwaite-. A ella la quitaron de en medio deliberadamente. Pero no alcanzo a comprender por qué.
-¿No? -dijo Mr. Quin, y su voz, como de costumbre, resultó desa-fiante. Mr. Satterthwaite se sonrojó.
-Me imagino que usted pensará que debí haberla sondeado más hábilmente. Puedo asegurarle que le hice repetir la historia punto por punto. No es culpa mía el no haber conseguido lo que quería.
-¿Está usted seguro -preguntó Mr. Quin- de que no consiguió lo que quería?
Mr. Satterthwaite lo miró en el colmo del asombro y se topó con aquella mirada lánguida y burlona que tan bien conocía. No fue capaz de interpretarla, y movió la cabeza lentamente.
Hubo un prolongado silencio y luego habló Mr. Quin, cambiando radicalmente el tono de su voz.
-El otro día me pintó usted un magnífico cuadro de los protagonistas de este asunto. En pocas palabras, consiguió usted que se destacaran claramente como si fueran grabados por un buril. Me gustaría que hiciera otro tanto con el lugar del hecho. Se olvidó de mencionar eso.
Mr. Satterthwaite se sintió altamente lisonjeado con estas palabras.
-¿El lugar? ¿Deering Hill? Pues bien; hoy en día es una casa de aspecto vulgar. De ladrillos colorados y ventanas color rojizo. Exteriormente es bastante desagradable, aunque por dentro es sumamente cómoda. No es una casa muy grande, y tiene un terreno de regulares dimensiones. Todas las casas de los alrededores son muy parecidas entre sí. Fueron construidas para personas pudientes. El interior de la casa se parece al de un hotel, con las habitaciones a lo largo de los corredores. En cada una de ellas, un baño con agua caliente y fría y una buena cantidad de enchufes eléctricos. Todas son espléndidamente cómodas, aunque no son nada rurales. Deering Vale está situada a unos treinta kilómetros de Londres.
Mr. Quin escuchaba atentamente.
-El servicio de trenes es pésimo, según he oído -observó.
-Yo no diría eso -objetó Mr. Satterthwaite-. Estuve vivienda, allí durante una corta temporada, el verano pasado, y el horario me pareció muy cómodo para llegar al centro. Por supuesto, los trenes circulan cada hora. Salen de Waterloo doce minutos antes de las horas, y el último es el de las 22.48.
-¿Y cuánto tardan en llegar hasta Deering Vale?
-alrededor de 40 minutos. Los trenes llegan siempre dos minutos antes de cada media.
-Claro, debía haberme acordado -dijo Mr. Quin con un gesto de fastidio-. La señorita Dale fue a despedir a alguien que partía en el tren de las 6.28, ¿no es así?
Mr. Satterthwaite demoró uno o dos minutos en contestar. Su mente estaba ocupada en solucionar un problema no resuelto aún. Finalmente exclamó: -querría que me dijera qué quiso significar hace un momento cuando me preguntó si yo estaba seguro de no haber obtenido lo que quería.
Dicho de esa manera resultaba un tanto confusa la pregunta, pero Mr. Quin no aparentó no haber comprendido.
-Nada; sólo que pensaba si no habría sido usted un poco demasiado estricto. Al fin y al cabo, usted averiguó que Louise Bullard había sido alejada deliberadamente del país. Siendo así, debe haber una razón, y la razón debe encontrarse entre lo que ella le refirió a usted.
-Pues bien -dijo Mr. Satterthwaite razonando-, ¿qué me dijo? Si hubiera tenido que prestar declaración ante el jurado, ¿qué hubiera dicho?
-Hubiera podido decir lo que había visto -dijo Mr. Quin.
-¿Y qué vio?
-Una señal en el cielo.
Mr. Satterthwaite levantó la mirada y la fijó en Mr. Quin.
-¿Acaso está usted pensando en esa necedad? ¿En esa interpretación supersticiosa de la mano de Dios?
-Quizá -replicó Mr. Quin-. Por lo que usted y yo sabemos, esa mano pudo haber sido la de Dios.
Mr. Satterthwaite no podía ocultar su asombro ante la gravedad de Mr. Quin.
-¡Qué desatino! Ella misma declaró que era producida por el humo del tren.
-¿Era un tren que iba o que venía? -murmuró Mr. Quin.
-Difícilmente pudo ser un tren que venía. Estos pasan por Deering Vale a las horas y diez minutos. Debe de haber sido un tren que iba; el de las 6.28. No, no puede ser. Louise dice que el grito se oyó inmediatamente después, y nosotros sabemos que fue disparado a las 6.20. No es posible que el tren pasara con 10 minutos de adelanto.
-No lo creo, en esa línea -asintió Mr. Quin.
-quizá fuera un tren de carga -murmuró Mr. Satterthwaite, con la mirada perdida en el vacío-. Pero, si hubiera sido así...
-... no hubiera sido necesario sacar a Louise de Inglaterra. Estoy de acuerdo -terminó diciendo Mr. Quin.
Mr. Satterthwaite lo contempló estupefacto.
-El tren de las 6.28... -murmuró lentamente-. Pero si es así, si el tiro fue disparado a esa hora, ¿por qué dijeron todos que era más temprano?
-Es obvio que los relojes estaban mal -contestó Mr. Quin.
-¿Todos? -preguntó Mr. Satterthwaite en tono de duda-. Sería una coincidencia muy grande.
-Casualmente, no estaba pensando en que fuera una coincidencia -dijo-, sino en que era viernes.
-¿Viernes? -exclamó Mr. Satterthwaite.
-Según me dijo usted, sir George en persona arreglaba y daba cuerda a todos los relojes el viernes por la tarde -dijo Mr. Quin.
-Los atrasó a todos 10 minutos -murmuró Mr. Satterthwaite, maravillado de los descubrimientos que iban haciendo-. Luego salió a jugar al bridge. Estoy por creer que esa mañana interceptó la carta que su mujer escribió a Martin Wylde... Sí, por cierto que la leyó. Abandonó su partida de bridge a las 6.30, encontró la escopeta de Martin apoyada contra la puerta, entró y mató a su mujer. Después volvió a salir, tiró la escopeta entre los matorrales, donde fue hallada más tarde y aparentó salir del portón de la quinta del vecino en el mismo momento en que alguien llegó corriendo a buscarlo. Pero, el teléfono, ¿qué pasó con el teléfono? ¡Ah, claro, ya veo! Lo desconectó para que no pudieran dar aviso a la policía, pues de hacerlo, hubieran tomado nota en la comisaría de la hora en que se había recibido la llamada. Ahora resulta verídica la declaración de Martin Wylde. Todo concuerda. El salió realmente a las 6.25. Caminando lentamente, llegaría a su casa a las 6.45. Sí, ahora lo veo todo muy claramente. Louise constituía el único peligro por su continua charla de raras supersticiones. Alguien podría haber sacado alguna conclusión de su extraña narración del paso del tren, y entonces... la coartada quedaba destruida.
-¡Estupendo! -exclamó Mr. Quin.
Mr. Satterthwaite lo miró encendido de entusiasmo por su triunfo.
-La cuestión es... ¿cómo proceder ahora?
-Yo sugeriría el nombre de Sylvia Dale -dijo Mr. Quin. Mr. Satterthwaite vaciló.
-Como ya le dije -observó-, me dio la impresión de ser un poco... tonta...
-Pero tiene padre y hermanos que podrían tomar las medidas necesarias.
-Es cierto -contestó Mr. Satterthwaite, tranquilizándose.
Un momento después estaba con la muchacha. refiriéndole la historia. Ella escuchó atentamente; y no hizo preguntas, pero cuando Mr. Satterthwaite hubo terminado se levantó y dijo: -Necesito un taxi ahora mismo.
-Mi querida niña, ¿qué piensa hacer?
-Voy a ver a sir George Barnaby.
-No haga eso. Es el peor procedimiento. Permítame...
Se mostró sumamente agitado, pero no produjo ninguna impresión. Sylvia Dale tenía su plan concebido y estaba dispuesta a cumplirlo. Accedió a que él la acompañara durante el trayecto, pero hizo caso omiso de todas sus indicaciones. El la esperó dentro del taxi mientras ella se dirigía a la oficina de sir George.
Media hora después salía. Daba la sensación de estar extenuada, su rara belleza aplastada como una flor marchita. Mr. Satterthwaite la miró anhelosamente.
-Triunfé -murmuró ella entrecerrando los ojos y echándose hacia atrás en el asiento.
-¿Qué? -preguntó excitado Mr. Satterthwaite-. ¿Qué hizo? ¿Qué dijo?
Ella se irguió un tanto.
-Le dije que Louise Bullard había ido a la policía a contar toda la historia. Le dije que la policía había estado averiguando y se había enterado de que él había sido visto entrando en su propia finca y saliendo pocos minutos después de las 6.30. Le dije que el plan había sido descubierto. El hombre, al oír esto, se derrumbó. Le dije, también, que aún estaba a tiempo de desaparecer, ya que la policía no vendría a arrestarlo hasta dentro de una hora. Lo convencí de que si él firmaba una confesión de que había asesinado a Vivian, yo no diría ni haría nada; pero que si no lo hacía, yo me encargaría de que la casa entera se enterara de toda la verdad. Estaba tan amedrentado que no sabía lo que hacía. Firmó el papel sin saber a conciencia lo que estaba haciendo.
Ella lo puso en manos de Mr. Satterthwaite.
-Tome... tome... Ya sabrá usted qué debe hacer para que pongan en libertad a Martin Wylde.
-¡Realmente lo ha firmado! -exclamó Mr. Satterthwaite, en el colmo de la sorpresa.
-Es un poco tonto -dijo Sylvia Dale-. También lo soy yo -agregó tras una pausa-. Por eso conozco la forma de actuar de los tontos. Nos trastornamos, llevamos a cabo los actos más disparatados y luego nos arrepentimos.
Todo su cuerpo tembló convulsivamente y Mr. Satterthwaite le palmeó una mano.
-Usted necesita tomar algo para reponerse de esto -dijo él-. Venga conmigo, estamos cerca de uno de mis lugares favoritos, el Arlecchino. ¿Ha estado ahí alguna vez?
Ella movió la cabeza negativamente.
Mr. Satterthwaite pagó el taxi y penetró en el restaurante en compañía de la joven. Se encaminó con el corazón palpitante hacia la mesa apartada, pero la mesa estaba vacía.
Sylvia Dale notó la desilusión que inundó el rostro de su acompañante.
-¿Qué pasa? -preguntó intrigada.
-Nada -contestó él-. Es decir, tenía la esperanza de encontrar a un amigo. Pero no importa. Espero que algún día lo volveré a ver...