lunes, 26 de abril de 2010

Buenos Aires colonial.

La vida en los poco más de dos siglos en los que la ciudad fue colonia, discurría lenta y sin sobresaltos al sur de la plaza Mayor, en la parroquia de Catedral al sur, el primer barrio porteño, rebautizado Monserrat por la virgen del mismo nombre, o "barrio del tambor" por los tamboriles que tocaban los negros esclavos cuando bailaban el candombe durante los carnavales.
En la diminuta y chata Buenos Aires pasaban semanas sin llover, o llovía todos los días, fuera verano o invierno. O se secaba el foso alrededor del fuerte o se convertía en un lodazal la Plaza Mayor.
A las primeras calles, todavía sin nombres, se las conocía por el del vecinos más característico de la cuadra; eran de barro, con desniveles y pozos, las lluvias las volvía intransitables por las profundas huellas que dejaban las grandes carretas tiradas por bueyes, entonces había que trasladarse en sillas de mano, portadas por los esclavos.
Ya por 1738 casi todas las calles dejan su anonimato y reciben nombres de santos, en 1774 se los escribe con pincel sobre los muros blancos, para ese entonces ya había una especie de vereda para la gente de a pie y una precaria iluminación con faroles de velas y velones hechos de sebo o grasa.
En 1790 la situación mejora: se estrena empedrado en la pequeña aldea, la elegida es la calle de la Santísima Trinidad, la actual Bolivar, desde Victoria a Alsina.
A diferencia de los alrededores de la ciudad de México o Lima, no había piedra cerca de Buenos Aires, y tampoco abundancia de madera, solo barro y paja, por eso las primeras viviendas eran de adobe y no sobrevivieron al paso del tiempo, ni a las hormigas y ni a los roedores; aquellos ranchos tenían una sola planta rectangular, sin ventanas, techos de cañas y paja, pisos de tierra apisonada.
Con el tiempo las casas se agrandaron y mejoraron, pero siguieron siendo modestas, aún las de las familias poderosas. La riqueza se exhibía en la cantidad de esclavos y sirvientes, y en el mobiliario: espejos venecianos, sillones de Arequipa, tapices de Flandes, vajillas de porcelana, cubiertos de plata, cristales.
La influencia romana, griega y árabe, recibida vía la arquitectura del sur de España, se notaba en la manera de preservar la intimidad del hogar. Desde afuera sólo se veía la fachada de ladrillo o yeso, la maciza puerta de entrada y las ventanas con rejas, después venía el zaguán y la puerta cancel que daba al primer patio embaldosado y a las habitaciones de recibo, solamente los íntimos iban más allá de este límite.
Los dormitorios y la sala, centro de la vida familiar, daban al segundo patio, con un aljibe en el centro, a veces una fuente. El gran patio de servicio estaba al fondo, con la huerta y el gallinero, en unos de los lados se amontonaban los miserables cuartos de sirvientes y esclavos.
Como sus precedentes de la soleada Andalucía, las casas de la colonia eran construcciones alegres y luminosas, con sus muros blancos y los grandes patios perfumados por donde entraba la luz que inundaba los cuartos.

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