domingo, 11 de marzo de 2007

El hombre y la serpiente

Es un informe verdadero, atestiguado por tantos que ahora ninguno de los sabios e ilustrados lo niega, el que los ojos de la serpiente tienen una propiedad magnética que hace que aquellos que caigan en su persuasión se acerquen a pesar de su voluntad y perezcan miserablemente por la mor­dedura de ese ser.

I

Tumbado cómodamente en un sofá, en bata y zapati­llas, Harker Brayton sonrió al leer la anterior frase del viejo libro de Morryster, Marvells ofScience.
-Lo único que tiene de maravilloso el asunto -dijo para sí mismo-, es que los hombres sabios e ilustrados de los tiempos de Morryster creyeran esas tonterías que rechazan hasta los más ignorantes de nuestra época.
Se produjo entonces una cadena de reflexiones, pues Brayton era un hombre de pensamiento, e in­conscientemente bajó el libro sin alterar la dirección de la mirada. En cuanto el volumen estuvo por debajo de su línea de visión, algo que había en una oscura esquina de la habitación atrajo su atención sobre su entorno. Lo que vio en la sombra, debajo de la cama, fueron dos pequeños puntos de luz que parecían sepa­rados entre sí por unos dos centímetros. Un momento más tarde, algo -un impulso que no se le ocurrió analizar-, le hizo bajar de nuevo el libro y buscar lo que había visto antes. Allí seguían, todavía, los puntos de luz. Daba la impresión de que se hubieran vuelto más brillantes que antes, que resplandecieran con un brillo verdoso que no había observado la primera vez. También pensó que debían haberse movido un poco, que estaban algo más cerca. Sin embargo seguían todavía demasiado metidos en la sombra como para revelar su naturaleza y origen a una atención indolente, por lo que reanudó la lectura. De pronto, algo que había en el texto le sugirió un pensamiento que le hizo sobresaltarse y dejar caer el libro por tercera vez a un lado del sofá, de donde, al escapar de su mano, cayó al suelo boca abajo. Levantándose a medias, Brayton fijó la mirada en la zona de oscuridad que había bajo la cama, donde le pareció que los puntos de luz brillaban con un fuego todavía mayor. Ahora su atención se había despertado plenamente y su mirada era impa­ciente e imperativa. De esa manera vio, casi directa­mente bajo la barandilla del pie de la cama, los anillos de una gran serpiente... ¡los puntos de luz eran sus ojos! Su cabeza horrible, que sobresalía del anillo interior y descansaba sobre el más exterior, se orientaba directa­mente hacia él, pues la definición de la mandíbula ancha y brutal y de la frente, semejante a la de un idiota, servía para mostrar la dirección de su mirada maligna. Los ojos no eran ya simples puntos lumino­sos, pues parecían tener en sí mismos un significado: un significado maligno.





II

Afortunadamente, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de una ciudad moderna no es un fenómeno tan común que convierta en algo total­mente innecesaria una explicación. Harker Brayton, un soltero de treinta y cinco años, erudito, ocioso y algo atlético, rico, famoso y de buena salud, había regresado a San Francisco de un viaje realizado por todo tipo de países remotos y poco habituales. Sus gustos, siempre un poco lujosos, se habían vuelto algo más exigentes tras largas privaciones, por lo que inclu­so los recursos del Castle Hotel resultaban inadecua­dos para su absoluta gratificación, razón por la que había aceptado alegremente la hospitalidad de su ami­go el distinguido científico doctor Druring. La casa grande y anticuada del doctor Druring, situada en lo que es ahora un oscuro barrio de la ciudad, tenía un aspecto exterior y visible de orgulloso apartamiento. Claramente no se relacionaba con las edificaciones contiguas de su alterado entorno, por lo que parecía haber desarrollado algunas excentricidades surgidas directamente de su aislamiento. Una de ella era un «ala» claramente irrelevante desde el punto de vista arquitectónico y no menos rebelde en cuanto al pro­pósito: pues se trataba de una combinación de labora­torio, casa de fieras y museo. Allí era donde el doctor satisfacía el aspecto científico de su naturaleza con el estudio de aquellas formas de la vida animal que atraían su interés y se conformaban a sus gustos; que debe confesarse se dirigían más bien hacia los de tipo inferior. Para que alguno de los superiores resultara agradable a sus sentidos debía retener por lo menos algunas características rudimentarias pertenecientes a los «dragones primigenios», como era el caso de los sapos y las serpientes. Sus simpatías científicas eran claramente reptilianas: amaba a los seres vulgares de la naturaleza y gustaba de describirse a sí mismo como el Zola de la zoología. Como su esposa e hijas no tenían la ventaja de compartir su curiosidad ilustrada con respecto a las obras y costumbres de éstas, para noso­tros, malhadadas criaturas, habían sido excluidas con innecesaria austeridad de lo que él llamaba el Serpen­tario, y condenadas a las compañías de sus semejantes, aunque para suavizar los rigores de su destino, gracias a su gran riqueza había permitido a los reptiles vivir en un entorno magnificente y brillar con esplendor superior.
Arquitectónicamente y desde el punto de vista del «amoblamiento» el Serpentario gozaba de una severa simplicidad adecuada a las circunstancias humildes de sus ocupantes, a muchos de los cuales, por razones de seguridad, no se les podía conceder la libertad que es necesaria para el gozo pleno del lujo, porque tenían la inquietante peculiaridad de estar vivos. Sin embargo, en sus apartamentos tenían tan escasas restricciones personales como resultaran compatibles con la protec­ción que necesitaban frente a la costumbre funesta de comerse unos a otros. Por lo demás, tal como Brayton había sido solícitamente advertido, era más que una tradición el que algunos de ellos, en diversos momen­tos, se encontraran en ciertas partes del lugar en las que hubiera resultado bastante embarazoso explicar su pre­sencia. Mas a pesar del Serpentario y de sus extraordi­narias asociaciones -a las que para ser sinceros prestaba él muy poca atención-, la vida en la mansión Druring le resultaba a Brayton muy de su agrado.

III

Salvo un sobresalto y un simple estremecimiento de desagrado, aquello no afectó demasiado al señor Bray­ton. Su primer pensamiento fue el de tocar la campana para que viniera un criado; pero, aunque el cordón de la campana colgara muy cerca de donde estaba, no hizo ningún movimiento hacia él; pasó por su mente el pensamiento de que dicho acto le convertiría en sos­pechoso de haber tenido miedo, lo que desde luego no había sido cierto. Tenía una conciencia más aguda de la naturaleza incongruente de la situación que de la sensación de verse afectado por sus peligros; aquélla resultaba repugnante, pero absurda.
El reptil pertenecía a una especie con la que Bray­ton no estaba familiarizado. Tan sólo podía conjetu­rar su longitud, pero en su parte más visible el cuerpo del animal parecía tan grueso como su antebrazo. ¿En qué medida resultaba peligroso, si es que lo era? ¿Era una serpiente venenosa? ¿Constrictora? Su conoci­miento de las señales de peligro de la naturaleza no le permitían saberlo; nunca había descifrado esos códigos.
Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofensivo. Y resultaba además, «por encontrarse fuera de lugar», una impertinencia. La gema no era digna del engaste. Ni siquiera los gustos bárbaros de nuestro tiempo y país, que han recargado las paredes de las habitaciones con cuadros, el suelo con muebles, y los muebles con chucherías, habían proporcionado un lugar adecuado para ese ejemplar de vida salvaje de la selva. Además -¡y ese pensamiento le resultaba insoportable!-, las exhalaciones de su aliento se mezcla­ban con la atmósfera que él mismo estaba respirando.
Cuando aquellos pensamientos tomaron forma, con mayor o menor definición, en la mente de Bray­ton, le obligaron a la acción. El proceso podríamos denominarlo como consideración y decisión. Median­te él somos sabios o imprudentes. Así es como la hoja marchita bajo una brisa otoñal muestra mayor o me­nor inteligencia que sus semejantes cayendo sobre el suelo o sobre el lago. El secreto de la acción humana es manifiesto: algo contrae nuestros músculos. ¿Tiene alguna importancia el que demos el nombre de volun­tad a esos cambios moleculares preparatorios?
Brayton se puso en pie y se dispuso a alejarse despaciosamente de la serpiente, sin inquietarla si ello era posible, hasta cruzar la puerta. Así se retiran los hombres de la presencia de lo grandioso, pero lo grandioso es poder; y el poder es una amenaza. Sabía que podía caminar hacia atrás sin equivocarse. Si el monstruo le seguía, el gusto del decorador que había llenado las paredes de pintura también había colgado de ellas toda una serie de armas orientales asesinas, de entre las que podría elegir una que resultara conve­niente a la ocasión. Entretanto, los ojos de la serpiente ardían con una malevolencia más implacable todavía que antes.
Brayton levantó del suelo el pie derecho dispuesto a dar un paso atrás; pero en ese mismo momento sintió una poderosa aversión a hacerlo.
«Se me considera un hombre valiente -pensó-. ¿Es que la valentía no es sino orgullo? ¿Por el hecho de que no haya nadie que atestigüe la vergüenza, voy a reti­rarme?»
Se sostenía apoyando la mano derecha en el respal­do de la silla, puesto que tenía el pie suspendido en el aire.
-¡Absurdo! -dijo en voz alta-. No soy tan cobarde como para tener miedo de que parezca estar atemori­zado.
Levantó el pie un poco más, doblando ligeramente la rodilla y posándolo en el suelo: ¡un par de centíme­tros por delante del otro! No podía ni pensar cómo había sucedido aquello. El intento que hizo con el pie izquierdo obtuvo el mismo resultado: también éste avanzó con respecto al derecho. La mano aferraba el respaldo de la silla; el brazo estaba recto, como si fuera a tirar de la silla hacia atrás. Cualquier observador habría dicho que no deseaba perder ese punto de asimiento. La cabeza maligna de la serpiente seguía sobresaliendo desde el anillo interior, lo mismo que antes, al nivel del cuello. No se había movido, pero ahora sus ojos eran como chispas eléctricas que irra­diaran un número infinito de agujas luminosas.
La tez del hombre había adquirido una palidez cenicienta. Volvió a avanzar un paso, y otro más, arrastrando en parte la silla, que cuando finalmente soltó cayó con estruendo sobre el suelo. El hombre lanzó un gemido; la serpiente ni se movió ni emitió sonido alguno: pero sus ojos eran dos soles deslum­brantes. El propio reptil quedaba totalmente oculto por ellos. Emitían aros crecientes de colores fuertes y vivos que, en su mayor expansión, desaparecían suce­sivamente como pompas de jabón; parecían aproxi­marse al rostro del hombre, pero poco después pare­cían encontrarse a una distancia inconmensurable. Escuchó en algún lugar el latido continuo de un gran tambor, con ráfagas intermitentes de una música lejana, inconcebiblemente dulce, como los tonos de una arpa eolia*. Creyó que era la melodía del amanecer de la estatua de Memnon**, y creyó encontrarse en los juncos al lado del Nilo, escuchando con un sentimien­to de exaltación ese himno inmortal a través del silen­cio de los siglos.
Cesó la música; o más bien se convirtió, con una graduación insensible a los sentidos, en el retumbar distante de una tormenta que se aleja. Se extendía ante él un paisaje que relucía bajo el sol y la lluvia, arqueado por un arco iris de colores vivos que enmarcaba en su curva gigantesca cien ciudades visibles. A media dis­tancia, una serpiente enorme que llevaba una corona levantaba la cabeza por encima de sus voluminosas convoluciones y le contemplaba con los ojos de su madre muerta. De pronto aquel paisaje de encanta­miento pareció elevarse velozmente como el telón de un teatro y desapareció en el vacío. Algo le dio un fuerte golpe en el rostro y el pecho. Había caído al suelo y la sangre caía de su nariz rota y sus labios magullados. Permaneció un tiempo atontado y atur­dido, caído con el rostro sobre el suelo y los ojos cerrados. Unos momentos después se recuperó y supo entonces que con la caída, que le hizo apartar la mirada, había roto el hechizo que le retenía. Supo que entonces, si mantenía apartada la mirada, podría reti­rarse, pero el pensamiento mismo de que la serpiente estaba a muy poca distancia de su cabeza, aunque no la viera -quizás a punto de saltar sobre él y anudar sus anillos sobre su garganta- resultaba demasiado horri­ble. Levantó la cabeza, volvió a mirar aquellos ojos funestos y de nuevo se convirtió en su esclavo.
La serpiente no se había movido y parecía haber perdido en parte el poder que tenía sobre la imagina­ción del hombre; no se repitieron las ilusiones magni­ficentes de los momentos anteriores. Bajo su frente plana y sin cerebro los ojos negros, como dos gotas relucientes, brillaban como al principio, con una inex­presable actitud maligna. Era como si aquel animal, seguro ya de su triunfo, hubiera decidido no poner en práctica más tretas para atraerle.
Se produjo entonces una escena terrible. El hombre, yacente en el suelo a menos de un metro de su enemi­go, levantó la parte superior de su cuerpo sobre los codos, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas totalmente extendidas. Su rostro estaba blanquecino entre las manchas de sangre; los ojos los tenía abiertos al máximo. Había espuma en sus labios que le caía en forma de copos. Unas potentes convulsiones recorrían su cuerpo obligándole a practicar ondulaciones casi serpentinas. Se dobló por la cintura, fue cambiando las piernas de un lado al otro y a cada momento se encontraba un poco más cerca de la serpiente. Presio­naba el suelo con las manos en un intento de retroce­der, pero seguía avanzando constantemente sobre los codos.

IV

El doctor Druring y su esposa estaban sentados en la biblioteca. El científico se encontraba en un raro estado de buen humor.
-Mediante el intercambio con otro coleccionista, acabo de obtener un espléndido ejemplar de ophio­phagus -le dijo a su mujer.
-¿Y qué es eso? -preguntó ella con muy poco interés.
-¡Bendita sea mi alma, qué ignorancia tan profun­da! Querida mía, un hombre que tras casarse se entera de que su esposa no sabe griego tiene derecho a divor­ciarse, la ophiophagus es una serpiente que se come a las otras serpientes.
-Pues ojalá se coma todas las tuyas -contestó ella cambiando con actitud ausente la dirección de la lámpara-. ¿Pero cómo las consigue? Imagino que he­chizándolas.
-No cambiarás nunca, querida -dijo el doctor con afectada petulancia-. Ya sabes lo que me irrita cual­quier alusión a esa superstición vulgar sobre la facultad de fascinación de las serpientes.
¡La conversación fue interrumpida por un poderoso grito que sonó en la casa silenciosa como la voz de un demonio que gritara desde una tumba! Y sonó y volvió a sonar con una terrible claridad. Se pusieron en pie de un salto: el hombre, confundido; su esposa, pálida e incapaz de hablar por el terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el eco del último grito, el doctor había salido de la habitación y subía las escaleras de dos en dos escalones. En el corredor, frente a la habitación de Brayton, encontró a varios criados que habían descendido del piso superior. Entraron juntos sin llamar a la puerta. No tenía el pestillo echado y cedió fácilmente. Brayton yacía muerto sobre el suelo, boca abajo. La cabeza y los brazos estaban parcialmente ocultos por la barandilla del pie de la cama. Tiraron del cuerpo hacia atrás y le dieron la vuelta. Tenía el rostro manchado de sangre y espuma, los ojos totalmente abiertos, contemplando... ¡una visión terrible!
-Ha muerto de un ataque -observó el científico doblando una rodilla y colocando una mano sobre el corazón del yacente. Mientras se encontraba en esa posición, miró bajo la cama y añadió-: ¡Dios mío! ¿Cómo llegó eso hasta aquí?
Se metió bajo la cama, sacó la serpiente y la arrojó, enroscada todavía, al centro de la habitación, donde con un sonido apagado se deslizó por el suelo pulido hasta que chocó con la pared y se quedó allí inmóvil. Era una serpiente disecada a la que le habían puesto como ojos dos botones de zapato.
* Arpa cofia: instrumento musical compuesto por una caja sonora con seis u ocho cuerdas afinadas en un mismo tono, y que producía los sonidos al ser expuesto a una corriente de aire. (N. del T.)
** Memnon: héroe de la guerra de Troya hijo de la diosa Aurora. A su muerte, la madre consiguió que Zeus le otorgase la inmortalidad, aunque siguió humedeciendo el mundo todas las mañanas con sus lágrimas (el rocío). Se le suponía enterrado en diversos lugares y uno de ellos era una gigantesca estatua cuyas piedras, al trepidar por el cambio de temperatura del amanecer, producían un sonido que se pensaba era la respuesta de Memnon al llanto de su madre. (N. del T.)

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